El ejercicio que aquí referimos es un camino hacia uno mismo. Un ejercicio, a la vez, estético, ético, político y existencial, es decir, un ejercicio filosófico, una ascética. Un ejercicio que no pretende, de entrada, saber qué hacer con nuestra derrota existencial, sino aclararla. Es aquí donde se sabe transgresor. Esta derrota se condensa en la frase vivir es aceptar que tu vida no vale nada, en la que se reduce el sentir existencial de nuestras vidas. Con una larvada insatisfacción interna, viramos la atención hacia un afuera que, edulcorado, ofrece alternativas para vagar la mirada, y la vida entera, encauzándonos en un movimiento fabril, sin poder alcanzar una ensenada donde hacer del vivir una experiencia honda y veraz. Sabernos perdidos, engañados o derrotados es la manera más sencilla para darnos cuenta de que, efectivamente, esta vida que vivimos no vale nada. Cargar las tintas sobre nuestro modo de sujeción (subjetividad) es abrir la senda para entablar un diálogo con nosotros mismos, zarandear nuestra inmovilidad y encaminarnos hacia el cuidado filosófico.