«Señores, ¿os gustaría escuchar un bello cuento de amor y de muerte?» Nada en el mundo nos podría gustar más. Efectivamente; este comienzo de Tristán e Isolda, en una de sus versiones primitivas, es el prototipo del arranque de un relato novelesco. Establece la concordancia entre el amor y la muerte; despierta en nosotros las más profundas resonancias.
Amor y muerte, amor mortal: si no es toda la poesía, es al menos todo lo que hay de popular, todo lo que hay de universalmente emotivo, en nuestras literaturas. El amor feliz no tiene historia. Sólo el amor mortal es novelesco; sólo el amor amenazado y condenado por la propia vida puede ser exaltado por el lirismo. Es un dato constatable: el hombre occidental, a través de su literatura y de su lírica, ama por lo menos tanto lo que destruye como lo que asegura «la felicidad de los esposos». ¿De dónde puede venir una contradicción tal? Si el secreto de la crisis del matrimonio reside en el atractivo de lo prohibido, ¿de dónde nos viene ese gusto por las desgracias? ¿Qué ideal del amor presupone? ¿Qué secreto de nuestra existencia, de nuestro espíritu, tal vez de nuestra historia, se desvela?
Denis de Rougemont ha escrito con El amor y Occidente uno de los libros más clásicos e importantes sobre la materia. Occidente es, ante todo, una concepción del Amor. Partiendo de un análisis del mito de Tristán, el autor se remonta a sus orígenes religiosos, y lo relaciona luego con la pasión y el misticismo, la literatura, la guerra, el matrimonio, el adulterio, la acción y la fidelidad.