Las sociedades occidentales languidecen en nuestros días adormecidas por el poderoso narcótico de la opulencia. El desarrollo económico, que fue posible gracias, entre otras cosas, a la extensión de los valores que han hecho de Occidente lo que es, puede ahora causar su destrucción. Y no porque riqueza y libertad sean incompatibles, sino porque la riqueza ha tenido como efecto colateral e indeseable minar las bases de la libertad.
En efecto, Occidente, como de algún modo le sucedió a Roma en los últimos siglos del Imperio, parece haber perdido la fe en sí mismo. Una prueba evidente es el descrédito de la democracia y sus instituciones. Tanto en los Estados Unidos como en Europa disminuye el interés de los ciudadanos en la política; la participación en las consultas electorales es baja; la afiliación a partidos y sindicatos, exigua; la dificultad para percibir diferencias entre las opciones, creciente.
Europa utilizó su superioridad técnica y demográfica para someter al mundo a sus dictados e imponerle sus creencias y valores. Formamos parte de una cultura que propugna como principios básicos la dignidad del ser humano y los derechos inalienables del individuo; una cultura que ha inventado la democracia y que ha logrado que una parte de la humanidad haya alcanzado cotas de progreso como nunca antes se habían conocido. Estos logros constituyen las señas de identidad de Occidente. Conocer la historia del Occidente y reflexionar sobre la manera en que ha llegado a ser como es hoy, desde los albores de la sociedad hasta el presente, es el propósito de Luis Enrique Íñigo, doctor en Historia y profesor de instituto.